Existe un intervalo de tiempo hecho a medida en el cual no sabes si las alas que van a crecer a tus espaldas serán las de un ángel o, por el contrario, las de un demonio. Se trata del momento justo en el que algo dentro de ti hace crack para que ya nada vuelva a ser lo mismo. Lo que tardas en tirar del lazo que acompaña al regalo para desenvolverlo. El caer silencioso de la primera lágrima. La mueca que precede a la sonrisa. El llanto del recién nacido tras las puertas del paritorio. Un abrir y cerrar de ojos. Un deja vù. La tecla del piano con la que el músico pone fin a la partitura. La pincelada final. El beso en el andén antes de que el tren anuncie el cierre de sus puertas. La última campanada. El último suspiro. Un adiós.
Se trata de un tiempo tan imparable que lo convierte en necesario.
En estos meses he aprendido que la vida de cada persona está formada por varios ciclos que se abren y cierran unos detrás de otros, todo ello a tiempo divino. Son las piezas de un engranaje que hace que todo siga girando, que todo permanezca en movimiento. Fluir le dicen; aunque reconozco que en esta parte todavía me considero una novata.
Y así, como tuercas dentadas, nos vamos enganchando a las de otras personas y convertimos a la vida en el grandioso y (re)conocido ciclo sin fin. Nada ni nadie para, todo sigue, e incluso, si una persona se marcha con todas sus piezas, el resto continúa sincronizando las suyas. Quizás por este motivo, cuando sentimos que no encajamos, es porque realmente no compartimos el mismo ritmo que los demás, porque ese no es nuestro sitio.
Así que, no pares de girar. Da igual las vueltas (que) de la vida.